La noticia de la muerte de Hubert Lanssiers me sorprendió fuera del país por unos días.
Cuando el Perú más necesita de lucidez, claridad intelectual y entereza de alma, muere una de las mentes más brillantes y uno de los más nobles corazones en nuestra Patria. Hubert nos hará una falta inmensa en el futuro, pero sobre todo nos falta hoy.
La bondad y la inteligencia no siempre van juntas. La caridad, la abnegación, la empatía por el sufrimiento ajeno y la dedicación a disminuirlo no suelen coexistir con la acidez de la ironía, el filo de navaja del intelecto capaz de articular un concepto intrépido y cautivador o desnudar sin piedad una estupidez revestida de solemnidad. Pero en Hubert, la inteligencia –e incluso sus rabias memorables– eran también expresiones de bondad y herramientas para rescatar la condición humana hasta en el centro de los infiernos de esta tierra.
La ruta que llevó a este belga de acento irreductible desde la Europa devastada de su niñez a las guerras de la posguerra en Asia y de ahí al Perú significó atravesar, como testigo y protagonista, las mayores tragedias del siglo pasado, para terminar aquí llevando, según el caso, la fuerza de la inteligencia o la de la pura humanidad a los condenados de la tierra en nuestras cárceles.
Hubert fue capellán de prisiones en el Perú, como –en la variedad de una impresionante experiencia vital– años atrás lo fuera del asesinado presidente de Vietnam del Sur, Ngo Dim Diem, en plena guerra contra el Vietcong y Vietnam del Norte. Cuando lo entrevisté por primera vez, en la década de los ochenta, recuerdo que me impresionó la falta de conflicto entre su erudición académica imparcial, vívida pero objetiva, sobre los hechos que le había tocado protagonizar y sufrir. No bastaba sentir, había que comprender para que la lucidez diera camino y objetivo a la solidaridad.
Lanssiers había visto de muy cerca las tragedias que la ideología totalizadora del comunismo había causado en Asia. Sin embargo, cuando entró en contacto con el fanatismo senderista, este sacerdote y legionario honorario de la Legión Extranjera no dudó en hacerse capellán de ateos militantes y voz de la razón entre fanáticos. Tras, en sus palabras, “una especie de lógica absoluta que tiende a llevar a la locura absoluta” había seres humanos torturados por el conflicto entre su sensibilidad y el resultado de sus acciones; entre las escalofriantes demandas de su ideología y su conmocionado sentido común. Para muchos de quienes sobrevivieron esos años de sangre, Hubert representó el camino a la redención, no solo a través de la compasión sino también de la razón y el entendimiento.
Ahí, en el torturado y cruelmente gris mundo de las prisiones, donde la búsqueda de salvación toma por lo general la forma de ruptura de las catarsis carismáticas, Hubert también ofreció la vía de la redención ilustrada. Nadie mejor que él, inteligencia de pensamiento límpido y elegante, en la mejor tradición de la cultura francesa, para lograrlo.
Menos cartesiana fue su actividad intensa para liberar a inocentes y luchar contra la estupidez burocrática. “A mí una cosa que me resulta muy cansadora”, me dijo en una entrevista, “es luchar contra la imbecilidad. Tú puedes luchar contra la maldad, que tiene una cierta lógica, pero contra la necedad es imposible. El tipo esta cerrado, sin grietas, sin fallas”.
Hay en el judaísmo una leyenda, originada en el exilio babilónico y desarrollada posteriormente en la Cabalá y las leyendas hasídicas, que afirma que el mundo sobrevive gracias a la existencia de 36 hombres justos, cuyo mérito sumado previene la destrucción de la humanidad a manos de un Dios harto de su corrupción e iniquidad. A la muerte de uno de los Lamed Vav (36 en la numeración hebrea), quienes sabían de su existencia dirán con tristeza, “era uno de los treinta y seis”. En el instante que murió Hubert, quedaron treinta y cinco.
Y ahora debo terminar refiriéndome de nuevo al humalismo. Aquí en el Perú hemos visto poco y sufrido menos el fascismo. Lo que para Europa fue el cataclismo social y bélico que arrasó con un mundo y con la vida de decenas de millones de personas, en nuestro país fue un reflejo más grotesco y patético que peligroso.
No deja de ser grotesco hoy, pero ya es peligroso. No se presenta más en el discurso demente de Antauro sino en el edulcorado, pasteurizado y homogeinizado de Ollanta Humala. Pero éste no se explica ni es posible sin aquél. Y ninguno de los dos sin la influencia central y el añoso proyecto conspirativo familiar de Isaac Humala. Su visión dictatorial, racista y vertical es el predicado original de ambos sujetos, Ollanta y Antauro.
No hay fascismo pequeño cuando intenta o logra tomar el poder. Lo supieron, por ejemplo, los yugoslavos cuando Milosevic hizo la transición del comunismo al nacionalismo rabioso y racista. De ahí a la guerra, la atrocidad y el genocidio solo hubo unos pasos.
Milosevic fue la excepción, en tanto no llegó al poder a través del voto. Gran parte de los regímenes fascistas capturó el poder mediante elecciones, gracias a la miopía, ceguera o estupidez de sus opositores. A los fascistas no les faltó en ningún caso ni compañeros de ruta, ni tontos útiles, ni oportunistas sin escrúpulos para facilitar su triunfo.
Aquí y ahora, en el Perú, lo que menos pueden hacer las fuerzas democráticas es tener presentes las lecciones de la historia y saber que ellas se aplicarán de una u otra forma al país. Ante el peligro que representa el humalismo, debe haber la decisión de todos los partidos democráticos, al margen de diferencias políticas, para impedirlo. Concretamente, todos los partidos deben tomar la decisión de apoyar firmemente al candidato o candidata democrático que pase a la segunda vuelta, si es que Humala pasa también.
Asimismo, el candidato o la candidata que reciba tal apoyo deberá actuar ya no como representante de su partido o coalición sino de las fuerzas democráticas en su conjunto, y deberá pactar los puntos básicos de acuerdo común respecto al gobierno democrático del país.
Si estamos donde estamos es porque ha habido gente necia e incompetente en el manejo de la democracia en el Perú. Ahora, ante el peligro real, los dirigentes deben demostrar la responsabilidad, inteligencia y decisión que permitan salvar al sistema. El tiempo es poco, mucho el deber.
Best regards from NY! » » »
La Guerra de los Tenientes
Artículo de Gustavo Gorriti en su columna “Las Palabras” de Caretas 2131 del 27 de mayo.
¿Por qué hubo matanzas de gente indefensa perpetradas por las fuerzas de seguridad durante la guerra interna? Sendero, que había iniciado y agravado la violencia, mataba casi cada día a víctimas inermes. Pero si Sendero asesinaba, ¿las fuerzas de seguridad no debían proteger?
Me pregunté eso muchas veces durante la década de los ochenta, pero sobre todo en los primeros meses de 1983, cuando la acción contrainsurgente de la Fuerza Armada era relativamente nueva. Las primeras medidas del general Clemente Noel, a cargo de las operaciones militares y, en los hechos, del mando político en la zona, parecieron al comienzo racionales y congruentes, cuando declaraba que su objetivo era recobrar el imperio de la Constitución en las zonas remecidas por la violencia.
Dada la gravedad de la situación entonces, en la que para todo propósito práctico la Policía había sido derrotada, se sabía que iba a haber enfrentamientos duros y mortales. Pero, ¿no se suponía que el combate entre grupos armados debe regirse por las leyes de guerra, que respetan la rendición y protegen a la población desarmada?
El general EP Clemente Noel, a quien entrevisté varias veces, era una persona más bien afable, que parecía tener una disposición gregaria y concertadora. Había sido alumno en el CAEM del mentor intelectual de Abimael Guzmán, el filósofo arequipeño Miguel Ángel Rodríguez Rivas, y le profesaba parecido respeto al que años atrás había expresado Guzmán.
Pero poco tiempo después de la tragedia de Uchuraccay, Ayacucho se precipitó en el despeñadero que en los meses y años siguientes lo habría de convertir en una de las capitales del mundo en desapariciones y asesinatos. Los cadáveres amanecían en las quebradas de Infiernillo y Puracuti, y las madres y esposas atardecían en colas largas en la oficina de la Fiscalía de la Nación, donde la entonces joven fiscal Flora Bolívar podía hacer poco más que llenar un registro fiel de quienes –la experiencia prontamente lo enseñó– difícilmente retornarían a su hogar.
El primer gran cambio sucedió con el lenguaje. El pretendido desconocimiento burocrático, la hipocresía y el eufemismo ocultaron las sustantivas, soterradas pero fulminantes realidades de una violencia en la que al totalitarismo fanático y asesino de Sendero se le oponía un blando discurso de fachada, de supuesta defensa de la Constitución, y una cruel realidad de guerra de aniquilamiento.
¿Por qué? ¿No era aquello, además de ilegal, contraproducente y estúpido? Lo pregunté, como queda dicho, muchas veces, pero la respuesta más sincera me fue dada ese año por un general que tenía entonces uno de los puestos más altos en el Ejército. Yo lo conocía desde varios años atrás, cuando fui agricultor en el departamento de Arequipa. El general, que ya ha fallecido, era, aunque de temperamento vivo y hasta violento, un hombre correcto y honesto.
Aunque en rigor no lo éramos, me trataba de “paisano”, y ese día, en su oficina del Pentagonito, cuando le pregunté sobre el tema, se puso serio, pidió a su secretaria que no lo interrumpieran y me dijo, palabras más, palabras menos, lo siguiente:
– Paisano, esto no se puede decir, pero tienes que entenderlo: no hay otra. A un subversivo cristalizado no lo puedes cambiar. Nos duele, somos padres, somos gente correcta, pero no hay otra. Ese no va a cambiar. Si no lo eliminas, saldrá a la calle y matará a otros, a gente inocente, no como él, y envenenará a otros que cuando se cristalicen ya no van a tener remedio tampoco. ¿Tú crees que nos gusta? ¿Crees que no nos duele? Pero no hay otra.
Un subversivo cristalizado ya no tiene remedio.
Finalizó diciéndome que en situaciones como la que vivíamos, no saber actuar a tiempo era más cruel que hacerlo.
Ese general, que al morir no tenía otro ingreso que su fraccionada pensión, demostró algo probado hasta el desaliento por la Historia. La poderosa distorsión de las ideologías convierte muchas veces a gente correcta en implacables victimarios.
Entonces recién declinaba en Latinoamérica un ciclo de brutales dictaduras contrainsurgentes que sofocaron todas las insurrecciones guerrilleras de la época, desde México hasta Argentina, salvo dos excepciones, Nicaragua y El Salvador (Colombia fue y es un caso diferente). La ideología contrainsurgente que imperó entre las fuerzas armadas latinoamericanas fue la de la guerre révolutionnaire francesa, profundamente antidemocrática y de raíces ultramontanas. Para sus profesos se trataba de una guerra virtualmente metafísica entre el “occidente cristiano” y el “comunismo ateo”. Al defender la tortura, uno de sus más célebres sistematizadores, el coronel Roger Trinquier, escribió, citando a Clausewitz, que “no hay errores más peligrosos que aquellos inspirados en la benevolencia”.
En esos años, esa contrainsurgencia tenía el prestigio de la victoria y el respaldo del poder, actual o reciente. Estableció redes operativas y de inteligencia en toda América Latina, e influenció a las Fuerzas Armadas peruanas, sobre todo a partir del gobierno de Morales Bermúdez. Interrogatorio a través del tormento, desaparición de cuerpos y de huellas, doble historia: esa fue la doctrina subyacente que se aplicó durante buena parte de la guerra interna.
Fue un proceso de sorda y corrosiva esquizofrenia, entre la democracia nacida en 1980; y el imperio de una contrainsurgencia ilegal, que en dos años produjo más muertes en los Andes y la Selva que, por ejemplo, todas las víctimas que causó Pinochet durante su larga dictadura.
Pero, como sucedió en varios otros momentos de nuestra historia militar, la logística y el comando y control de la Fuerza Armada fueron más bien débiles en la relación entre las grandes y las pequeñas unidades. Por eso, la capacidad de iniciativa que tenía cada joven teniente o capitán que se hacía cargo de un distrito, era muy grande. Con muy pocos medios, tenía que alimentar, cuidar y mantener la disciplina de su tropa. A la vez, debía operar y, finalmente, proteger a la población local. Para los jóvenes, inicialmente inexpertos oficiales, al mando de muchachos casi adolescentes, generalmente foráneos (casi siempre llegaban de otras provincias), el desafío era inmenso y las instrucciones mínimas o inútiles.
Por eso, hay veteranos que sostienen que esa fue una guerra de tenientes y de capitanes. En esa situación de responsabilidad e inexperiencia, las diferencias individuales afloraron y fueron decisivas. Muchos jóvenes oficiales se identificaron profundamente con la población que les tocaba defender y se convirtieron en líderes comunales en tiempos de guerra.
En otros, sin embargo, el poder, la distancia cultural, la sospecha, el miedo y, a veces, la corrupción, los convirtieron en tiranos letales e impredecibles. A veces un tipo de oficiales sucedió al otro de un año al siguiente. Para los comarcanos, sobrevivir no solo suponía enfrentar a Sendero.
Claudio Montoya Marallano fue un joven teniente de ingeniería en el Ejército durante los años duros de la guerra. Ingeniero o no, le tocó actuar como infante una y otra vez, en increíbles marchas y misiones entre descabelladas, cómicas, heroicas y muchas veces trágicas. Años después, retirado y emigrante, escribió una novela en primera persona sobre sus días de campaña. El libro se llama “El pecado de Deng Xiaoping” (1) y su lectura enseña más que la mayoría de análisis. Lo que a veces le falta en oficio narrativo se compensa con creces en la autenticidad del relato.
Desgraciadamente, Montoya hizo una edición particular, muy pequeña, para amigos, compañeros y familiares. Gracias a uno de ellos pude leer el libro. Ojalá decida ofrecerla a una editorial que la pueda hacer llegar al público. Y ojalá otros de aquellos que alguna vez fueron jóvenes oficiales (o sargentos y cabos aún más jóvenes) escriban sus mejores y sus peores recuerdos de esos tiempos, con sinceridad, autenticidad y ojos de ver. Eso ayudará mucho a desenterrar la atormentada verdad del pasado, y al comprenderla y reconocerla, conquistar la memoria y la paz.
Notas:
(1) “El Pecado de Deng Xiaoping”, Claudio Montoya Marallano. España, 2008
[…] algunos años, cuando Hubert Lanssiers falleció, Gustavo Gorriti escribía lo siguiente sobre un grupo especial de hombres sabios: Hay en el judaísmo una leyenda, […]