Toda una semana sorprendente. Porque uno descubre cierto software interno que creyó no poseer. Me resisto por ratos a llamarle instinto. Es mucho más que eso. No es un «conjunto de pautas de reacción que, en los animales, contribuyen a la conservación de la vida del individuo y de la especie» (lo que dice la RAE). Es conocimiento acumulado en nuestro ADN a lo largo de millones de años de evolución de las especies. Es lo que te hace diferenciar rápidamente entre un llanto de hambre y un llanto de hombro.
Y allí también está la Orugata y su software preinstalado. Sus pequeños movimientos violentos o grandes cabezasos en busca de leche. Su rápido aprendizaje con las manos, para sostener la fuente del alimento (o para apartar la mano de su padre al momento de acariciarla cuando está comiendo). Poco a poco ese conocimiento milenario de cachorro de mamífero será reemplazado de a pocos por otros, de persona, de ser humano. Aprenderá con los días a querer, a extrañar, a chantajear con un llanto o una sonrisa. También, seguramente, a odiar (espero que por poco tiempo). Aprenderá a ser persona y a formar parte de esta comunidad.
Tanta historia del universo contenida en un ser de 54 centímetros y que aún no habla pero se comunica de todas las formas que puede.
Pero al mismo tiempo que en este pequeño ser hay universales, también hay particularidades. «Lo universal se vive siempre en lo particular» decía Sartre. Y la orugata, con sus extraños y cronométricos horarios, es también única. Quién sabe qué defectos y virtudes ha heredado de mi código genético y cuáles de su madre. Lo iremos viendo con el tiempo.
Ha pasado ya una semana. Muchas situaciones y mucho aprendizaje emocional. Tantas que uno desea que duren para siempre y no pasen tan rápido.
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